La mañana del domingo se dibujaba prometedora, lucía un sol espléndido y tras comprobar que la noche me había regalado una hora, decidí ir a visitar a mis padres a Talavera para llevarles una de
las ocho copias de mi tesis doctoral recién impresa, ansioso ya por comentarla con mi padre. De casta le viene al galgo, con lo que como buen perfeccionista sé que será mi más comprensivo lector
y mi más implacable crítico. Después, de una breve charla, decidí ir a dar un paseo por la Portiña, un hermoso paraje natural a unos tres kilómetros desde casa y uno de mis lugares fetiche. La
Portiña abastece de agua potable a Talavera con lo que el espacio, suele estar impecable. Llevaba mi cámara y caminaba adelantado unos cincuenta metros de Yolanda, que charlaba tranquilamente con
su madre mientras yo tomaba unas panorámicas. Sin embargo, a los quince minutos de paseo contemplé un extraño bulto en la orilla. No acertaba a distinguir qué era cuando me quedé
estupefacto al descubrir, cuando estaba apunto de llegar, que era una vaca muerta.
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